lunes, 11 de enero de 2010

Cuentos para leer en Vacaciones - RETRATO DE FAMILIA de Hector Tizon

 

_____________________________________

 

Cuentos NAC&POP para leer en Vacaciones

__________________________________

RETRATO DE FAMILIA

 

Un cuento de H�ctor Tiz�n*

http://www.elortiba.org/

 

A partir de hoy vivir� definitivamente en paz.

 

Hace m�s de veinte a�os que mi padre ha muerto y hasta ayer su memoria hab�a sido ominosamente imborrable para m�.

 

Pero ahora s� la verdad, aunque no expl�cita, acaso como todas las verdades.

 

De mis cinco hermanos, ya tambi�n todos muertos, soy el menor, el hijo no esperado, como siempre o� decir entre murmullos a mis parientes y aun a los criados, algo que nunca comprend� de ni�o.

 

Pero tambi�n dicen que, de todos mis hermanos, soy el que m�s se parece a mi padre, que soy su vivo retrato y cuando esto ocurre, mi madre calla y se empa�a la mirada de sus ojos.

 

Soy ya un solter�n (mi t�o Crisp�n hubiera dicho un celibateur) irremediable, que ha consumido su vida en el templado limbo del Palacio de Justicia, entre los estrados y el archivo de Tribunales, resolviendo la vida o el destino de los justiciables a trav�s de infolios cuyas texturas de �rida y previsible prosa forense y descaecida y anacr�nica caligraf�a, van dignificando su apariencia con el transcurso del tiempo, ya en paz o muertas las viejas pasiones que en su momento pretendieron registrar.

 

Hoy mismo, que es d�a inh�bil en el juzgado, estuve releyendo -porque lo tengo a mano, guardado en un caj�n de mi escritorio junto a otros papeles personales- el viejo expediente sobre la muerte de Elo�sa.

 

Hab�a en aquel momento un silencio y un sosiego sin ruidos ni presencias que lo perturbaran, un largo momento como de tiempo detenido, cuando de pronto mi cara se vio reflejada en el cristal oblicuo del ventanal de mi despacho, a esa hora a�n con el postig�n cerrado, y no me gust�, no me gust� sobre todo la premonici�n de mi propia vejez que all� cre� ver proyectada.

 

A trav�s de la ventana se ve�a la calle empedrada y desierta, atravesada largo a largo por los rieles del tranv�a abandonados.

 

Un panadero ambulante, de los que ya casi no existen, con un canasto de mimbre colgado del brazo cubierto con un liencillo, ofertaba el pan casero de puerta en puerta.

 

Hab�a una gran paz en el ambiente oto�al de esa ma�ana.

 

Era evidente que el panadero ambulante ten�a concertadas sus ventas de antemano e iba sobre seguro, puesto que no se notaba que hiciera ofertas, sino que entregaba directamente el pan a los que a sus llamadas acud�an.

 

�Qu� es lo que busco de la vida?

 

�Soy yo, o soy una mera encarnadura postiza?

 

El expediente de Elo�sa, con car�tula judicial amarillenta, est� sobre mi escritorio de trabajo, anticuado y polvoriento, poblado con el gran tintero con don Quijote de peltre que ya no se usa, papel secante, que tampoco se usa, un abrecartas de marfil, una lupa, un portasellos y otros enseres por el estilo.

 

Ya he le�do m�s de una decena de veces estos infolios curiales con el sobreseimiento de la causa, al final.

 

Ella apareci� ahorcada, colgada del travesa�o de donde tambi�n pend�a la l�mpara, en su cuarto en nuestra casa.

 

Ten�a el vestido rasgado en la espalda -dice el acta circunstanciada de la investigaci�n-, le faltaba un zapato, que se encontr� junto a la cama, no lejos una peineta de carey, dos peque�os botones charolados, tambi�n junto a la cama (estos botones estuvieron guardados desde entonces en un sobre de color celeste desle�do, lacrado y adherido a una de las hojas del mismo expediente), pero no se encontr� nada en que ella hubiera podido subir para colgarse, salvo un pesado y viejo ba�l de madera forrada en cuero de vaca, tumbado a un metro o m�s de distancia de la perpendicular al cuerpo colgado.

 

Incluso, en el expediente, hab�a un croquis hecho a mano alzada por el funcionario judicial de turno, ahora no s�lo jubilado sino muerto, en donde se ilustraba de qu� manera fue encontrado el cad�ver colgado, de lo cual resultaba que la distancia medida entre el travesa�o y el piso del cuarto era de tres metros, la de la soga desde el travesa�o al cuello de Elo�sa m�s su propia estatura era de un metro con setenta y tres cent�metros y de ochenta y cinco cent�metros la del ba�l tumbado.

 

Sobre este enigma divagaron los polic�as, el perito y el juez, antes de archivar la causa.

 

Como otras veces, la lectura de estos est�pidos folios me humedeci� los ojos.

 

�Qu� busco, si todo cuanto busco he dejado de antemano de buscar?

 

De este modo la busca se convierte s�lo en el objeto de mi ansiedad y olvido siempre o no entiendo lo que busco.

 

Todo cuanto he tenido es as�, el ensue�o se vuelve m�s real que lo real, fragmentos ilusorios de falsa vida, t�mulos vac�os.

 

Trozos de verdad que la vida tiene por debajo.

 

Todo este vago atardecer indoloro es lo que me queda y siento que en mis ojos se acumulan las miradas de una poblada y vaga historia de muertos, aunque yo no quiera la muerte ni la vida, en este amarillecerme esfumado e infinito del cual, siempre lo supe, no es posible huir ni evadirse por eso, porque es infinito.

 

Las aspas del lento ventilador de mi despacho no alcanzan sin embargo para ahuyentar un par de moscas pesadas que me distraen de estas reiteradas invocaciones monocordes.

 

Cierro el ventanal y sus postigones y enciendo la luz cuando los faroles de la calle acaban de recordarme la incipiente oscuridad del atardecer, cuando la vida de los hombres que han concluido el d�a es ya otra vida.

 

�Pero, qu� tengo yo que ver con la vida?

 

Luego de graduarme de abogado en el sur, he regresado sin pena ni gloria a la vieja casa, sobre la calleja en curva que hoy lleva el nombre de mi padre y que ahora parece m�s grande por estar despoblada, construida un siglo atr�s sobre un altozano en medio del parque descuidado, con �rboles frondosos y heterog�neos, nacidos o plantados al azar y que han resistido durante medio siglo a la incuria, los vientos de agosto, los funcionarios municipales y las hormigas.

 

Al cabo de muchos a�os, el doble de los necesarios, logr� sin demasiada fe y sin ganas, graduarme de abogado, apremiado por las dulces cartas no exentas de velados reproches de mi madre y las de mi t�o Crisp�n, que siendo muy joven hab�a perdido un ojo, reemplazado despu�s por otro de cristal, a quien se ten�a por el loco o tarambana de la familia, con su estilo anticuado, un tanto c�nico pero elegante y de locuciones breves.

 

No obstante ello, t�o Crisp�n se hab�a convertido en el consejero de la familia por ser el �nico sobreviviente var�n del apellido paterno.

 

Entonces no tuve m�s remedio que empacar lo que era m�o, acumulado en los nueve a�os de estudiante, en un ba�l anacr�nico, el mismo con el que hab�a llegado y embarcarme en el tren de regreso, tambi�n el mismo, trepidante, polvoroso e interminable.

 

Nada m�s apropiado que esa palabra: regresar, desandar mi camino hacia la semilla, a los comienzos, al capullo ancestral, que preve�a seco y apolillado, de mi provincia.

 

Aquel viaje en tren hacia el lejano conf�n fue para m� como una experiencia anticipada de la vejez y la muerte.

 

Aunque muchas veces me preguntaba por qu� iba yo a volver a este lugar, la elecci�n del regreso hab�a sido f�cil.

 

�Qu� podr�a hacer un se�orito de provincia, ya no en su primera juventud, en el sur?

 

All� s�lo me hubieran esperado las duras e igualitarias oposiciones entre otros seguramente m�s brillantes o decididos y amantes de competir que yo.

 

No me abandon� entonces mi prudencia ni la dosis de razonabilidad o de resignaci�n que llevo por mi sangre materna, y regres� para sobrevivir aqu�, donde soy desde siempre alguien sin serlo, igual que una sombra vaga y borrosa que no acaba de morir, como la luz de una estrella desaparecida hace siglos pero que a�n resplandece por la ficci�n del tiempo.

 

Mis hermanos fueron: Armando, muerto de tos ferina a los dos a�os de haber nacido, de quien s�lo guardamos una fotograf�a en donde se lo ve jineteando un absurdo caballo de madera; Micaela y Jacinta, entre s� mellizas y muy bellas, que fueron madres de cuatro y cinco hijos, respectivamente; Luc�a, la m�s amada y recordada por m�, la que me escrib�a las cartas de mam� con extensas y entra�ables posdatas propias en los dilatados a�os de mi exilio universitario, a quien am� en secreto, a�n no alcanzo a confes�rmelo, como se ama a una mujer imposible y de quien conservo un relicario de carey y una flor seca apretada entre las p�ginas de La Princesse de Cl�ves, que le�amos en el sosiego de las siestas, ocultos entre los matorrales de hortensias lilas y p�lidamente azules los dos, ni�os, solos, ocultos en esa caverna primordial, no escuchando a lo lejos las voces de las criadas que nos alertaban sobre el peligro de las serpientes en el jard�n o que simplemente re�an gozando de la amnist�a paterna de esa hora.

 

Con Luc�a jug�bamos a adivinarnos el pensamiento (un juego que, luego lo descubrir�a, era tan antiguo como todos): -�En qu� est�s pensando ahora?.

 

Generalmente el pensamiento de los ni�os no es premeditado, es decir, piensan en lo que ven y por eso acert�bamos con frecuencia y lo dec�amos, salvo aquellas fantas�as inconfesables, pero entonces, para disimular dec�amos algo obvio y pas�bamos el turno al otro.

 

Recuerdo tambi�n que una de aquellas siestas yo hab�a llevado una lupa en mi bolsillo, hurtada de un caj�n del escritorio de mi padre (la misma que hoy tengo en mi despacho), Luc�a dormitaba o jugaba a estar dormida, gui� entonces los rayos del sol a trav�s de la lupa, sobre la piel de su mano y ella al sentir el intenso calor dio un grito, se incorpor� de un salto y se fue corriendo y llorando.

 

Tales suelen ser, a veces, las manifestaciones de amor entre los ni�os.

 

Miro otra vez, hoy, el cielo celeste luminoso atravesado por jirones de fuego entre el follaje y otra vez, tan a lo lejos, me excito por sentirme del tama�o de lo que veo, como una vasta metaf�sica, como la �ltima vez que vislumbr� a mi alma entera como una suma de la luz y de las ganas y de las voces y olores del mundo en aquellas siestas.

 

Y, por �ltimo, mi pobre hermana Francisca, que morir�a de parto en nuestra propia casa, sin que nadie lo supiera, salvo por rumores.

 

Todos ellos y yo mismo poblar�amos de cuarenta y seis personas la fotograf�a que estuve observando con nostalgia, con estupor y con miedo, con odio, finalmente, esta tarde.

 

Elo�sa, seg�n las cuentas que hago, no tendr�a m�s de diecisiete a�os al morir.

 

Aquella fotograf�a fue hecha (al dorso dice Fontenla E Alurralde�Fot�grafos) con todos nosotros siguiendo las instrucciones de mi padre, cuidadosamente agrupados de pie sobre el segundo y tercer escal�n de la galer�a, a la entrada de la casa flanqueada de matas de hortensias cuya existencia desmerec�a la leyenda (�donde hay hortensias habr� v�rgenes�) porque ninguna de mis hermanas lo fue.

 

Nadie que no perteneciera a la familia est� en esta fotograf�a.

 

Este retrato colectivo �ahora lo he registrado� fue hecho s�lo dos d�as despu�s de la tragedia.

 

Mi madre y mis hermanas aparec�an de luto casi riguroso, aunque las convenciones sociales no lo dispusieran para este caso.

 

Mi padre en medio, impasible, enorme y sentado.

 

Fue para las bodas de plata de mis padres y por esa raz�n y ya que no abundan los fot�grafos, no hubo manera de postergar el retrato.

 

A los pies, sobre la escalinata, hab�a dos perros: un fox terrier overo, ya por entonces viejo y casi ciego a causa de su h�bito de comer dulces, y un boxer, que eran los favoritos de la casa.

 

Ahora estos perros, junto a otros cuyos nombres ni raza recuerdo, y a varios gatos, yacen sepultados en el rinc�n del parque destinado desde siempre para eso, a los fondos de la casa, junto a las jaulas, hoy vac�as, donde mi padre guardaba y manten�a sus gallos peleadores.

 

Recuerdo ahora que mi padre algunas veces me llevaba de la mano a inspeccionar sus gallos.

 

Naturalmente, los gallos no estaban juntos sino cada uno en su jaula, de lo contrario en pocos minutos se hubieran destrozado entre s�.

 

A m� no me gustaban los gallos y me causaba pavor la estupidez cruel y objetiva de sus ojos sin p�rpados.

 

Pero de la mano de mi padre me sent�a seguro y desde mi altura miraba su cara, su figura enorme e inalcanzable.

 

No recuerdo que esta demostraci�n de aprecio o de ternura a su manera la hubiera tenido jam�s con mis hermanas. -No corresponde -hubiera dicho-. -Ellas son mujeres, de haberme atrevido a pregunt�rselo.

 

Ahora s� que �l pensaba en la mujer como en un animal dom�stico, como un conejo, como una paloma, una tortuga, una burra.

 

La mujer �aunque no su mujer ni sus hijas� como un pretexto necesario para el pecado masculino de la sevicia y que todo en el mundo, para ellas, era concupiscencia de la carne o de los ojos, como despu�s, en algunos de los largos momentos de tedio en mi despacho, le� en Pascal.

 

Recuerdo en este momento la ceremonia de las exequias de mi padre.

 

Su f�retro lleg� al cementerio con la bandera nacional hasta el mismo borde de la fosa.

 

Los discursos de los dignatarios se sucedieron uno detr�s de otro, era un d�a caluroso y yo, cansado e inc�modo en mi traje de marinero y mis botines, contemplaba el cielo tenuemente viol�ceo a esa hora y la alta copa de los cipreses.

 

Todos los discursos me sonaron id�nticos entre s�, pero sin embargo he recordado hasta hoy una frase: -Ahora la tierra lograr� con su cuerpo lo que en vida jam�s pudo suceder con su conducta y con su esp�ritu.

 

Cuando regresamos a la casa le pregunt� a t�o Crisp�n sobre el significado de aquellas palabras.

 

-Ya lo sabr�s -me dijo-. Cuando puedas comprenderlo.

 

Esta misma tarde t�o Crisp�n dijo:

 

-Anulamos a las mujeres por ternura, como los grandes asesinos piadosos de Dostoievski.

 

Les impedimos hablar para que no cometan tonter�as, y las cometen por eso mismo.

 

Esto es lo que llam�bamos la conducta espa�ola.

 

Esta conducta es una especie de divina justicia y as� es como lo ven aqu� las propias mujeres: Dios tiene que ser incomprensible, si no, no ser�a Dios.

 

Seg�n esto, amor significa humildad, o sea que s�lo se puede amar a un Dios que exija el sumo sacrificio.

 

De este modo el amor se engrandece y fortifica con todos los rebajamientos y humillaciones que Dios impone al alma.

 

Y los curas siguen predicando lo mismo.

 

Lo contrario es soberbia.

 

Todo lo que nos rodea, la casa, los muebles, los olores que vienen de la vasta cocina, las voces y sus predecibles acentos acaban por ser parte esencial nuestra, por ser nosotros mismos; yo soy as�, la tarde de domingo en que pienso esto, me he convertido en la velada tristeza vac�a del domingo.

 

�Esto es la vida, o es que he renunciado a vivir?

 

He usado y uso muchos disfraces, aunque todos de alguna manera resultan variaciones de uno solo.

 

Desde ni�o me he ejercitado y he aprendido a desplazarme silenciosamente y ser transparente o invisible; quiero decir: no ser obst�culo de la voluntad o de la rotunda presencia de los otros.

 

He tratado de ser siempre como un d�a p�lido, aunque no por debilidad -pienso ahora- sino tal vez por indiferencia, por no confrontar, por impl�cita soberbia.

 

De entre todos mis hermanos, aun de ni�o, y de mis primos pasajeros, siempre iguales a s� mismos, todos conviviendo en los poblados d�as de las vacaciones estivales, era el �nico, estoy seguro, a quien Elo�sa, que no era mayor que yo sino en tres o cuatro a�os, daba con frecuencia un caramelo que sacaba a escondidas o con precauci�n del hondo bolsillo de su delantal, me lo ofrec�a entonces en la palma suave, cetrina y carnosa de su peque�a mano abierta y me miraba con sus ojos oscuros separados como los de una corzuela, vagamente desafiantes y divertidos.

 

He pedido tan poco a la vida y por eso la vida me lo ha negado todo, salvo esta anomia aparente que es como una defensa para sentir el tedio de modo que no duela y de la que siempre dispuse como de un bien relicto o familiar.

 

Ayer fue un d�a c�lido y soleado, pero ahora lloviznaba porque a media noche hab�an cantado los gallos.

 

Durante toda la ma�ana no sal� de mi habitaci�n y de vez en cuando escuchaba un cierto traj�n de las sirvientas en la cocina o la sala.

 

Miraba el campo o la linde del bosque a trav�s de la ventana a�n con el grueso �lbum oscuro de fotograf�as en el regazo, que abr� al azar: all� estaba mi padre con Blais Cendrars, �ste con una gorra de enorme visera ladeada hacia un costado de la cara, unos pantalones demasiado amplios y ca�dos, sostenidos por algo as� como un cordel, como si hubiesen pertenecido a otra persona m�s grande, un cigarrillo a medio fumar en los labios, la camisa desabotonada.

 

Mi padre, que era mucho m�s alto, tiene posado su brazo izquierdo sobre el hombro de Cendrars y ambos sonr�en en la foto.

 

Detr�s de ellos se ve un asno, casi velado por la sombra de un �rbol y, en el suelo, una carretilla repleta de manzanas.

 

Debajo de la fotograf�a a�n se lee (la caligraf�a es defectuosa): A mon chere ami de pampas (sic) Blais Cendrars y debajo de la firma, pero con otra letra: l`Homere du Transsib�rien.

 

Esta foto debe haber sido hecha en 1920 � 21, cuando se rodaba la pel�cula de Abel Gance, en la que mi padre intervino como extra, cuyo nombre (el de la pel�cula) no recuerdo aunque mi t�o alguna vez lo dijo.

 

Un viento leve que soplaba del oriente mec�a casi imperceptiblemente las ramas m�s d�biles de los sauces, los p�jaros alborotaban entre el follaje y en los aleros porque la llovizna humedec�a la tierra y asomar�an las lombrices.

 

Un perro, lejos, ladr� y le contest� otro, luego se oy� la voz de una mujer llamando a alguien.

 

Me hab�a acostado tarde en la noche luego de haber permanecido en la galer�a oyendo a t�o Crisp�n.

 

Mi madre se hab�a recogido temprano, cuando apenas comenzaba a oscurecer.

 

De cualquier manera sab�amos que a ella no le agradaban las fotograf�as ni le plac�a recordar.

 

T�o Crisp�n se burlaba de esta fobia de mi madre y la explicaba: -Tiene raz�n-dec�a- los recuerdos son el opio de los viejos.

 

Y as� era.

 

El pasado es mucho m�s real y aplastante que el presente.

 

Recuerdo -de esto hace muy poco, tambi�n mientras hojeaba el �lbum- que descubr� en una de sus p�ginas una peque�a fotograf�a, en la esquina superior de la hoja (en el resto no hab�a nada, salvo los cuatro esquineros pegados para soportar otra evidentemente de mayor tama�o, que no estaba).

 

En la peque�a fotograf�a tomada en esta misma galer�a en que ahora estamos t�o Crisp�n y yo, hab�a cuatro personas: mi madre, entonces una joven de grandes ojos oscuros sentada en un sill�n de mimbre y a su lado Johnny Weissmuller y mi padre, y, junto a �ste, otro hombre, m�s bajo y rechoncho con el pelo cortado casi al rape, seguramente un acompa�ante de Tarz�n, y, del otro costado del sill�n, nuestro vecino don Plinio Zabala, de traje negro y con una vaga sonrisa.[1]

 

Mi madre nunca supo que Johnny luego se convirti� en Tarz�n y cuando le cont� que en su vejez se hab�a vuelto chiflado y de qu� modo hab�a muerto a en un asilo, llor�.

 

T�o Crisp�n hab�a sido el segundo de entre sus hermanos, ya todos muertos, y mi padre el mayor, a quien siempre admir�, aun guard�ndole, como es natural, un secreto y ambiguo rencor.

 

T�o Crisp�n padec�a de cirrosis hep�tica de modo que le hab�an prohibido el alcohol, sin embargo esa noche, en la galer�a, observ� que entr� varias veces con su taza de t� siempre a medio beber, y me di cuenta de que iba y regresaba de la consola, en el comedor, donde se guardaba el co�ac para las visitas.

 

Cuando mi madre nos dej� solos era casi de noche y t�o Crisp�n parec�a observar a lo lejos, en silencio.

 

-�Qu� es lo que miras, t�o Crisp�n?-�pregunt� luego de un momento.

 

-La tierra -dijo.

 

-�La tierra?

 

-Esta tierra. Ya no ver� otra.

 

Y aunque podr�a dibujar con los ojos cerrados cada detalle, cada cosa y pintar cada color cambiante con la luz del d�a y reconocer sus olores, sus ruidos, nunca deja de asombrarme.

 

Mi abuelo, ya para siempre de barbas encanecidas en su retrato que gobernaba la sala, soldado en confusas guerras civiles, hab�a consentido en dar su autorizaci�n para que mi padre y t�o Crisp�n viajaran a Par�s en busca de cura para el mal que amenazaba irremediablemente aqu�, en la oscura provincia, el ojo del menor.

 

Mi padre entonces no tendr�a m�s de veinte a�os y, en consecuencia, su hermano deb�a estar en los dieciocho.

 

-Yo era m�s joven -dice t�o Crisp�n- pero no m�s peque�o sino casi del mismo tama�o que tu padre, incluso mis pies eran m�s grandes que los suyos, y yo aceptaba, aunque de mala gana, las bromas acerca de esto.

 

Por eso siempre compart�amos todo: los trajes, los botines, los sombreros.

 

Lo cual era una ventaja por el ahorro, puesto que no ten�amos que comprar ropa para cada uno, sino una sola, para uso alternado de ambos.

 

Tu padre siempre fue generoso en esto, y me ced�a casi siempre el primer turno en el estreno.

 

Pero en Par�s malgastaron el dinero destinado a los m�dicos en farras, mujeres y aventuras igualmente irresponsables y al cabo de m�s de tres a�os regresaron, cuando ya mi abuelo hab�a muerto, maldiciendo sobre todo a mi padre.

 

T�o Crisp�n volvi� sin su ojo izquierdo, en cuyo cuenco luego usar�a el cristal que causaba en nosotros, los ni�os de la casa, curiosidad, asombro y un cierto terror cuando lo sorprend�amos sentado en un sill�n, dormido en las siestas, con el ojo de cristal que, por un defecto de la operaci�n, el p�rpado no cubr�a.

 

Cuando cay� la tarde una de las criadas vino a preguntar si ya pod�a retirarse.

 

Dijimos que s�.

 

La casa qued� entonces en penumbras pero afuera la noche se hizo m�s clara.

 

-T�o Crisp�n -pregunt�-. �Por qu� no te has casado?

 

El acababa de volver de uno de sus desplazamientos a la consola.

 

Permaneci� un momento callado y dijo:

 

-He quedado para vestir santos. Y soy tuerto, hijo. Siempre lo fui.

 

-�Siempre lo fuiste?

 

-Adem�s, un hombre solo es un hombre cuando est� solo y puede mirar a los otros de lejos -dijo.

 

En las sombras del jard�n chist� una lechuza y cruji� levemente la estructura de mimbre del sill�n de t�o Crisp�n; luego qued� todo otra vez en silencio.

 

-�C�mo fue aquello, cuando le robaron un libro a esa se�ora? �pregunt� de pronto.

 

T�o Crisp�n pareci� animarse.

 

-Misia �dijo-. Misia Godebska, se llamaba. Y era hermosa. Pero fue un abanico, no un libro.

 

Un abanico en el que Mallarm� hab�a escrito unos versos para ella.

 

Era ya una mujer madura y regordeta, pero su piel era muy suave y blanca.

 

Tu padre le arrastraba el ala, pero claro, de una manera inocente, puesto que �bamos juntos de visita.

 

Ella era a�n apetecible y er�tica y esto provocaba, seguramente, un sentimiento de atracci�n y de crueldad que muchas veces sienten los hombres demasiado j�venes y omnipotentes frente a una mujer madura enamorada.

 

-�Pero, qu� pas� con el abanico de Mallarm�?

 

-Intentamos venderlo a un anticuario de la rue Saint Jacques, pero no pudimos.

 

-�Qu� hicieron con el abanico?

 

-No lo s�. Supongo que se lo devolvimos� No lo recuerdo.

 

�Acaso la vida, la vigilia no es s�lo un largo insomnio?

 

�nicamente en mis sue�os soy otro.

 

Mis sue�os est�n exentos de melancol�a y vanos recuerdos.

 

Si lograra dormir noche y d�a podr�a ser siempre otro, pero �qu� diferencia habr�a con la muerte?

 

Y no quiero morir, ya que la muerte es s�lo compartible con los muertos y no tengo un muerto amado, salvo Elo�sa, y aun as�, s� que los muertos de desconocen entre s�.

 

No soy un tonto, soy un hombre culto que no lee sino aquello que el tiempo ha probado que vale la pena de ser le�do, pero soy un fracasado porque he nacido en la molicie de los antiguos privilegios.

 

He le�do que para un r�stico su campo es un imperio, pero para un grande su imperio le es poco.

 

El pobre posee un imperio -esto es lo que he le�do-, el grande posee s�lo un campo.

 

Todo aquello que a mis colegas que fueron pobres y mal nacidos les parecen logros importantes o consagratorios, a m� me sabe a vanidad y ceniza porque desde siempre lo tuve.

 

En verdad, cada quien tiene lo que puede sentir que tiene.

 

�sa es la realidad de nuestras vidas, y es el vicio de los solitarios y de los perdedores: so�ar, porque en el sue�o lo consiguen todo.

 

Nunca he logrado hasta hoy atrapar sino fragmentos breves y fugaces junto a Elo�sa.

 

�Cu�ndo lleg� a nuestra casa?

 

�O es que vivi� siempre con nosotros?

 

Quiz� fuera como una hermana entre mis hermanas.

 

No recuerdo por qu� pero era una tarde cuando nos sirvieron el chocolate en la veranda, en esta misma en que ahora mi t�o Crisp�n duerme borracho y amanecido en su sill�n.

 

Los comensales �ramos numerosos y ella siempre estaba presente yendo y viniendo a la mesa, con una jarra de chocolate en cada mano, llenando las tazas de todos, de mis padres, mi t�o, mis hermanas, mis primos.

 

De pronto alguno de los mayores dijo:

 

-�Qu� ser�n cuando sean grandes?

 

-Las mujeres no tienen por qu� ser nada m�s -creo que dijo mi madre.

 

-Y �ste ser� abogado, como todos -dijo t�o Crisp�n-.

 

Entonces escuch� un jolgorio y sent� que el bochorno se acumulaba en mi cara, al tiempo que descubr� a Elo�sa de pie, no lejos de la mesa, antes de irse otra vez a la cocina, simulando aplaudir a escondidas, y me ech� a llorar.

 

E inmediatamente, en mi memoria, despu�s de aquella escena, s�lo recuerdo el atardecer gris y una improbable lluvia que sonaba en la calamina de la galer�a y la soledad de mi destino que se ensanchaba en mi alma.

 

Yo nunca podr� decir, como ciertos personajes de las novelas inglesas que deb�amos arduamente deletrear: -mi padre trabaj� duro desde su ni�ez, porque en realidad nunca pens� que trabajara, aunque supe vagamente que en un tiempo hab�a sido juez y diputado por el partido radical.

 

Durante largos d�as �l ni siquiera sal�a de las habitaciones o si lo hac�a era para caminar brevemente por el parque de la casa, a la sombra de los olmos o por el breve callej�n de palmeras, rumbo a las jaulas de sus gallos.

 

Y de noche todo estaba en silencio.

 

S�lo recuerdo una vez haberlo visto sin sus ropas oscuras, alegre y ataviado con una especie de guardapolvo color de seda cruda cuando invit� a mi madre a viajar hasta Yala para poner a prueba su nuevo autom�vil, un soberbio Studebaker negro reluciente, que hoy, destartalado y ruinoso, sirve de albergue a unas pocas gallinas en el fondo del predio, porque a �l siempre le pareci� indigno vender lo que ya no usara, regla que aplicaba tanto a las cosas como a los semovientes.

 

Por aquellos d�as en mi casa fue el banquete en homenaje al presidente Marcelo T. de Alvear.

 

Pero antes se cruza en mi memoria otra vez la imagen de Elo�sa.

 

�Zumbaban invisibles los moscardones de una siesta calurosa y pesada, premonitoria de una tormenta loca en aquel verano.

 

Luego del traj�n en la cocina apareci� Elo�sa y me dijo que corri�ramos a ver un nido de palomas que con tres huevos hab�a ca�do de un �rbol que daba sombra al estanque.

 

Corrimos, yo detr�s de ella y, poco antes de llegar, perd� el equilibrio y ca� en el estanque embarrado.

 

Ella me ayud� a salir y me dijo, riendo a carcajadas, pero perentoriamente, que me quitara los zapatos y el pantal�n para cambi�rmelos, y cuando intent� sac�rmelos, me negu� con todas mis fuerzas y los dos rodamos por el borde del estanque.

 

No recuerdo otros detalles, pero s� que de pronto all� estaba mi padre, con sus negros pantalones sujetos con tiradores, en camiseta, y la llam�.

 

-Basta ya, dijo mi padre.

 

Elo�sa dej� de re�r y de hablar y se fue. Entraron juntos en la penumbra de la casa.

 

Ahora el presidente Alvear.

 

No creo que le llegara con mi estatura a mucho m�s de su rodilla cuando sent� que su gran mano c�lida me acariciaba los cabellos.

 

Despu�s, el banquete en el parque, del cual los ni�os fuimos l�gicamente excluidos.

 

Salvo a mi t�o Crisp�n, no reconoc� a otros de todos los que estaban, algunos ostensiblemente inc�modos en sus trajes.

 

Yo espiaba el espect�culo desde atr�s de los matorrales de hortensias y madreselvas, de la mano de Elo�sa, tambi�n excitada.

 

Los discursos le�dos reiteradamente y despu�s lleg� la hora del postre.

 

Unas manzanas rojas, rotundas y brillantes en cada plato, las cuales a poco sal�an disparadas, indomables y rebeldes al tenedor y cuchillo de muchos de los r�sticos comensales, hasta que el gran hombre, tomando la suya dijo: -A m� me gusta comerlas con la mano, y el estruendoso aplauso de todos.

 

Muy poco despu�s de la toma del gran retrato de familia, mi padre muri�.

 

No recuerdo, o quiz� no quiero recordar bien, tal vez dos o tres, o cuatro meses despu�s, pero en otra estaci�n, ya no en verano o en oto�o, mi madre, entonces, contrita y resignada a su casi reciente viudez, sentada en su mecedora, miraba las nubes amontonadas a lo lejos, en silencio.

 

Una criada le trajo una taza de leche caliente, costumbre inveterada que anunciaba la hora de ingresar en su dormitorio.

 

Yo estaba con ella como desde hac�a un tiempo, desde la muerte de mi padre, hecho que se�al� la disgregaci�n de nuestra familia.

 

-�C�mo era �l, mam�?

 

Ella me mir� con un vago gesto de dolor o de nostalgia, tal vez con un dejo de reproche por la pregunta misma.

 

-�l los quer�a �dijo-. A todos. Pero no dejaba que se le notara. As� era �l.

 

-�Y a ti, te quer�a?

 

Cre� observar un gesto s�bito de rigidez, despu�s un ligero temblor.

 

Al cabo dijo:

 

-Yo era su esposa. Estuvimos comprometidos aun antes de que ellos viajaran a Par�s.

 

-�Ellos?

 

-Claro, tu padre y Crisp�n. Despu�s nos casamos. Era un hombre generoso. Era el principal de la familia y deb�a velar por todos, por cada uno.

 

-�Por qu�, madre?

 

-Porque es as�. Siempre ha sido as�. Incluso cuando ya estaba enfermo.

 

-�Enfermo?

 

-Nunca se lo dijo a nadie, ni a m�. Desde muy joven padeci� de gota y sus dolores en los pies, sobre todo en uno, hac�an que a veces no saliera por d�as de su habitaci�n. Tambi�n su coraz�n se agitaba debilitado por la diabetes.

 

-�T�o Crisp�n lo sab�a?

 

Ella pareci� ensimismada de pronto.

 

Ya la tarde era oscura y no hab�a probado su taz�n de leche cuando vino la criada para acompa�arla hasta su cuarto.

 

Ahora, antes del alba, cuando a�n hace fr�o y la niebla est� baja y lo cubre todo, en la galer�a, observando a t�o Crisp�n que despierta, digo:

 

-S�lo nosotros quedamos aqu�.

 

T�o Crisp�n, que me ha o�do, se despereza, parece muy cansado, est� despeinado y sus ojos brillan, inclusive el propio.

 

-S� �dice.

 

Una bandada de loros, parloteando, cruza el cielo de este a oeste pero no se la ve.

 

-Me preocupa ella �digo-. Mi madre.

 

T�o Crisp�n entiende.

 

-No seas tonto -dice-. Lo contrario hubiera sido peor. Cuando un hombre enviuda queda m�s desamparado que una mujer.

 

Cuando un hombre enviuda.

 

Pero yo nunca conocer� seguramente ese pesar o esa liberaci�n.

 

Ning�n acontecimiento en mi vida ha sido rotundo ni escandaloso; mis d�as se han deslizado sin hechos notables, como un fluir neutral y llano, y a mis noches apenas si acudieron, infrecuentemente, sombras de espectros furtivos, t�midos e inocuos.

 

S� que soy lo que termina, la suma est�ril de mi propio linaje, un hombre sin resortes vitales que recurre a frases y confunde el eco de sus lecturas con la vida.

 

Tal vez no sea un sabio de provincias sino un cobarde, o algo m�s melanc�lico a�n: un c�nico.

 

La consecuencia de la acumulaci�n de bienes y de gestos remotos, heredados.

 

Sin duda pude ser rico con s�lo aprovechar lo que me legaron, y no lo soy, o un ingenio brillante, un joven de porvenir, pero mi propio pasado y el de mis abuelos pesaban como una piedra, lo s�.

 

Esto es la conciencia l�cida e impotente de las crueles provincias.

 

Y voy envejeciendo con el vago recuerdo de una sola mujer, a quien creo que am�, pero de lo cual ni siquiera estoy seguro.

 

Todas a quienes conoc� fueron parientes o amigas de parientes, a las que dej� de ver en mis largos a�os de exilio universitario, y ya ni estoy seguro de haberla amado.

 

Cuando abord� el tren para irme llevaba a�n en el bolsillo de mi chaleco la cinta verde de sus cabellos que ella me dio y yo guard� durante tantos a�os como un fetiche, tal vez no de su amor sino de aquel mero episodio de mi vida.

 

Despu�s, al cabo de los a�os, la volv� a encontrar, reiteradamente madre y aunque pensara yo que fugazmente, en el fondo de su mirada subyaciera el resplandor de un fuego como una borraja sutil, me dije: -pude haber sido al cabo de este tiempo su marido, es decir, un canalla o un indiferente con ella. Es mejor as�.

 

Envejecer con el recuerdo de un amor malogrado.

 

No mi mujer sino la de alg�n otro, para que as� sea para siempre la sombra de mi pasado, su sombra y mi tristeza y mi debilidad y lo que no pudo ser.

 

Mi libertad.

 

Porque un hombre, dice t�o Crisp�n, s�lo es un hombre cuando est� solo y puede mirar a los dem�s de lejos.

 

El alba me sorprende en duermevela, vestido y sentado en la galer�a, en la luz lechosa y fresca que apenas diferencia los perfiles de las cosas.

 

El sill�n de t�o Crisp�n est� vac�o.

 

Sobre la galer�a dan cuatro puertas que hace ya mucho tiempo ni siquiera se abren, una de ellas incluso est�, ahora, atravesada por un madero.

 

Era la rec�mara de mi padre (no el dormitorio conyugal) y que �l usaba y dispon�a como un recinto secreto e inexpugnable, al cual s�lo ten�a acceso una vieja criada, para asearlo, y Elo�sa para llevarle el taz�n de chocolate en los d�as de invierno, o de aloja de ma�z en el verano.

 

Y ahora, de pronto, como un fogonazo -quiz� sea un juego de la memoria-, recuerdo: entraron juntos en la penumbra de la casa.

 

Una criada, de las de ahora, cuya identidad ya no me importa, me ha echado encima una manta para morigerar el fr�o del amanecer, la misma que seguramente ha ayudado a t�o Crisp�n, ebrio, a llegar hasta su cama.

 

Ella me ha dicho:

 

-Mi se�ora no est� bien. El doctor llegar� enseguida. Vu�lvala a ver.

 

-�Qu�?... �Que la vuelva a ver? �digo-. �C�mo?

 

-Ella duerme otra vez -dice.

 

La claridad del d�a se demora.

 

T�o Crisp�n ya no est� desde anoche.

 

El viejo m�dico, cuando crey� que mi madre dorm�a, luego de administrarle una p�cima, se fue.

 

Estoy seguro de que mi madre dorm�a.

 

A�n permanec� mucho tiempo sentado en una silla junto a su cama observando su sue�o, un sue�o pl�cido y profundo y observ� cu�n peque�a era y su palidez, pero sus cabellos, ahora, semisueltos en la almohada eran como el �ltimo atisbo, un indicio remoto de que alguna vez hab�a sido una mujer joven.

 

Una de sus manos yac�a fuera de las cobijas a lo largo de su peque�o cuerpo oculto y se la toqu�, y ese contacto, un ingr�vido gesto de ternura, me conmovi�.

 

Creo -no recordaba- no haber tenido otro gesto semejante con ella, como tampoco recordaba ni recuerdo haberle dicho jam�s que la amaba.

 

En la vigilia parec�a mucho m�s anciana y, as�, dormida y libre tan pl�cida y profundamente, parec�a tambi�n mucho m�s joven y sin edad.

 

Me levant� y de puntillas -innecesariamente, puesto que el m�dico hab�a dicho que s�lo despertar�a al d�a siguiente- recorr�, sin saber por qu�, su habitaci�n.

 

El ambiente ol�a a limpieza y a tisanas y la p�lida blancura de la ma�ana se colaba por las celos�as del cuarto en donde s�lo estaba el lecho con gruesos baldaquines, una pesada c�moda de caoba y una mesilla, una jarra de agua y un lebrillo de metal.

 

La respiraci�n de la anciana era acompasada y precisa como la de un ni�o.

 

El cuarto, con el avance del amanecer, se esclarec�a.

 

Yo me mov�a como un aut�mata.

 

Abr� un caj�n de la pesada c�moda donde una vez hab�a encontrado lo que al d�a siguiente fueron nuestros regalos de Reyes, el m�o y los de mis hermanas, y despu�s el gran ropero con luna azogada en Inglaterra, olor a lavanda y eucalipto y la mesilla de noche junto a su cama.

 

El �ltimo caj�n estaba atascado, me arrodill� buscando el nivel propicio para echarlo hacia afuera y lo abr�.

 

Adentro hab�a un libro, un viejo cuaderno escrito con su letra menuda, con recetas de cocina y reposter�a y, abajo, entre dos cartones, los pedazos de una fotograf�a dentro de un sobre.

 

Ya en mi habitaci�n iluminada, vuelvo a observar la fotograf�a e inmediatamente recuerdo la hoja vac�a del �lbum, busco entonces el �lbum y la coloco donde presumiblemente deb�a haber estado: era precisamente la que faltaba.

 

Despu�s guardo todo en un sobre y empujado por el h�bito me voy con �l a mi despacho en el palacio de tribunales.

 

Apenas estoy all�, le ordeno, con tono absolutamente procesal a mi vieja secretaria traerme el expediente de ella: Arrieguez, Elo�sa s / suicidio, digo.

 

Cuando traen la caja con el expediente y dem�s elementos de la investigaci�n policial despu�s de tanto tiempo archivados, saco el peque�o sobre celeste ya desle�do, cerrado y lacrado y lo guardo en mi bolsillo.

 

Era un d�a lunes y los familiares de los presos -sus mujeres, sus hijos peque�os- comenzaron a juntarse en la recova que da al jard�n interior, conspicuo, lozano y verde a pesar de la incuria.

 

Cuando apenas hab�a llegado y a�n antes de tomar el caf� matinal, de inveterada costumbre, la vieja secretaria advierte mi semblante, alarmada.

 

Me observo en la luna del espejo contiguo.

 

Nunca he tenido una idea generosa de m� mismo, pero ahora el espejo me alarma.

 

Mi cara, la mirada de mis ojos, me resultan ajenos, nada hay de m� en ellos, no hay all� la identidad obvia de lo viejo, ni la convicci�n de lo irremediable; tan s�lo una especie de imagen cenicienta, una l�nea de horizonte muerto de otras caras indiferentes, inculpables y mon�tonas.

 

Digo que me siento mal y huyo.

 

Las flores rosadas de los durazneros atraen las abejas y todo es, entre los �rboles, un murmullo confuso de sordos zumbidos, de sol y de colores tenues en la tarde.

 

Mi madre, que ha dado un paseo protegida bajo su liviana capelina acompa�ada de la criada joven y gorda que la asiente, ahora est� sentada en la galer�a y a esa hora del t� la acompa�o.

 

-Estuvo observando esa fotograf�a �digo de pronto.

 

Ella se ha quitado el sombrero y sus cabellos, ya casi blancos, est�n humedecidos por el sudor y el cansancio del breve paseo entre los �rboles del parque.

 

Ella me observa.

 

-La que estaba guardada en tu dormitorio -digo. No parece sorprendida ni importarle. Cierra los ojos como dormida o cansada-. Esa fotograf�a �insisto- destruida.

 

-No -dice ella-. No destruida, rota.

 

-Rota. �Por qui�n? Es cierto, no est� perdida.

 

Ella dice ahora:

 

-Es nuestra mejor fotograf�a.

 

All� estamos todos casi como �ramos.

 

Hay detalles, ahora, graciosos.

 

Debido a los achaques de su gota, tu padre en esos d�as apenas si pod�a ponerse en pie, por eso es que aparece como con algo raro.

 

�Lo has notado?

 

Adem�s eso no va con el color que correspond�a al resto de su atuendo.

 

Todo hubiera sido muy c�mico, a no ser por la tristeza de esos d�as�

 

De pronto digo:

 

-Madre� �Elo�sa era�?

 

Ella no parece sorprendida ni afectada y, por el contrario, soy yo quien de pronto me siento dolorosamente un tonto.

 

-S� -dice mi madre-. Creo que s� -pero en ese momento llega la criada y se la lleva.

 

Tampoco impido que lo haga.

 

Hoy he llegado a mi despacho al promediar la ma�ana.

 

El viejo juez de turno no lo ha advertido y, en realidad, de haberlo advertido no le hubiese importado.

 

A tal punto mis funciones son y no son necesarias; y yo mismo, dormil�n, negligente o l�cido, soy y no soy.

 

Pero he llegado a mi despacho, en realidad, olvidado del acontecimiento de la fotograf�a (mi madre se ha recuperado ayer y en compa��a del viejo m�dico ocuparon la ma�ana podando rosales en el jard�n).

 

La fotograf�a, de bordes dentados, cuyos personajes detenidos en el tiempo me observan fijamente, como pidi�ndome que, a mi vez, les preste la atenci�n que nunca puse en sus vidas.

 

All�, en sepia, en la gran fotograf�a rasgada en pedazos, est�n cuarenta y seis personas, todas desle�das por la vida o la muerte, menos tres.

 

Mis ojos ya no son los de antes, pero aqu� est� la vieja lupa, junto al tintero de peltre con el Quijote y el secador de tinta en desuso.

 

He reconstruido por fin la gran fotograf�a donde aparecen los cuarenta y seis personajes, cuidadosamente agrupados de pie sobre el segundo y tercer escal�n de la galer�a, a la entrada de la casa flanqueada de matas de hortensias.

 

Mi vieja secretaria pareci� ofenderse cuando le orden� (quiz� porque haya sido la primera vez en largos a�os) que por ning�n motivo me interrumpiese.

 

Entonces cerr� la puerta de mi despacho y dirig� el haz de luz de la l�mpara sobre la fotograf�a puesta sobre mi escritorio y fui recorriendo con la ayuda de la lupa las figuras, desde sus cabezas, las caras, sus cuerpos, la expresi�n de sus ojos, que de pronto parec�an vivir y descubr� que las fotograf�as son inquietantes y que a poco que observemos con una lupa, detenidamente, sabremos que todo en ellas est� vivo, atrapado, encantado.

 

Que nada de lo que est� all� envejecer� nunca.

 

Observo a t�o Crisp�n a un costado, no protag�nico, quiz� con una sonrisa vaga debajo de su gorra de visera, y a mi padre, su nariz aguile�a, sus potentes mand�bulas que se adivinaban debajo de la tupida barba y m�s abajo sus botines que parec�an esconderse o disimularse.

 

Mi vieja secretaria pareci� alarmada y agraviada cuando le dije que yo mismo iba a cerrar mi oficina y que se fuera (era la primera vez que esto suced�a y en provincias las innovaciones no son bien vistas).

 

Guard� entonces, otra vez, el expediente de la causa con toda la dem�s documentaci�n archivada en la caja, a excepci�n del peque�o sobre celeste desle�do y lacrado y una fotograf�a de ella, aislada y antigua, la �nica anterior a la reconstrucci�n de su propio infortunio.

 

Clausur� los postigones de la ventana de mi despacho, detuve el ventilador de vanas aspas y me fui.

 

No recuerdo por d�nde anduve pero s� que dondequiera que iba hasta la gente vulgar me reconoc�a; tambi�n en el bar del Hotel Victoria �el m�s antiguo y tradicional de la ciudad� donde logr� beber dos whiskies sin apenas soda.

 

Y cuando atardeci� regres� a la casa.

 

Mi madre se hab�a recogido ya (sus h�bitos siempre fueron rigurosos) y s�lo unos perros vagabundeaban en el parque de la casa.

 

El �nico rumor de la tarde era el del molinete del agua de riego en los parterres.

 

No s� bien por qu� pero lloraba, o sent�a que lloraba.

 

�l estaba, como siempre a esa hora crepuscular, tendido en su hamaca, en la galer�a del poniente.

 

Me acerqu� en silencio, pero me parece que �l se dio cuenta de que estaba all� a su lado.

 

-T�o Crisp�n -le dije-. Encontr� esta fotograf�a de ella -entonces le mostr� aquella en donde ella estaba sola.

 

�l apenas si se incorpor� para observarla.

 

S�lo fue un segundo y guard� silencio. -Y esta otra -dije, ense��ndole la fotograf�a de grupo en familia, rasgada y reconstruida-.

 

Pero �l a �sta ni la mir�.

 

Fue un silencio profundo y completo y por eso recuerdo el rumor del molinete de riego y el sordo zumbar de los abejorros.

 

-�Dorm�s? -le pregunt�.

 

-No �dijo-. Pero tampoco estaba despierto.

 

El �ltimo gallo del crep�sculo cant�.

 

-T�o Crisp�n �dije-.

 

Los botines que calzaba mi padre ese d�a no eran de charol.

 

T�o Crisp�n no pareci� sorprenderse, como si toda su vida hubiera estado esperando esa pregunta, y agregu�:

 

-�Todav�a existen?... Digo, los botines aquellos.

 

-�Pero, qu� dices, hijo?

 

�l me mir� por un instante inolvidable.

 

Su ojo muerto parec�a desorbitado y la mirada del otro estaba empalidecida como el celaje de un atardecer de invierno.

 

Yo abr� entonces el sobre celeste desle�do que durante mucho tiempo hab�a estado lacrado y dije:

 

-Si a�n los tienes, aqu� est�n los dos botones que les faltan.

 

HT/

 

[1] Don Plinio Zabala hab�a obtenido una medalla en los juegos ol�mpicos de Los �ngeles. All� conoci� a Weissmuller y as� fue como �ste lo visit� en esta remota provincia.

 

*H�ctor Tiz�n naci� el 21 de octubre de 1929 en Yala, provincia de Jujuy. Fue abogado, periodista, diplom�tico, exiliado y regresado. Por estos d�as es juez de la Corte Suprema en su provincia natal y uno de los m�s influyentes escritores de lengua espa�ola. Ha viajado largamente por el mundo; como diplom�tico de 1958 a 1962, como exiliado de 1976 a 1982. Vivi� en M�xico, Par�s, Mil�n y Madrid, pero "su lugar en el mundo", al que vuelve una y otra vez, es Yala. Su primer libro fue publicado en M�xico en 1960, A un costado de los rieles. Parte de su obra, siempre fiel a sus ra�ces y su lugar de origen con sus mitos e historias, ha sido traducida al franc�s, ingl�s, ruso, polaco y alem�n. Entre sus obras: A un costado de los rieles (1960); Fuego en Casabindo (1969); El cantar del profeta y el bandido (1972),El jactancioso y la bella (1972), Sota de bastos, caballo de espadas (1975)

El traidor venerado (1978); La casa y el viento (1984); Recuento (1984) (antolog�a personal); El hombre que lleg� a un pueblo (1988); El gallo blanco (1992), Luz de las crueles provincias (1995), La mujer de Strasser (1997); Obra completa (1998), Extra�o y p�lido fulgor (1999).

 

______________

NAC&POP

Red Nacional y Popular de Noticias

Integrante de ACAPI (Asociacion de Comunicadores de Argentina Por Internet)

Miembro de la CORAMECO. (Confederacion de Radios y Medios de Comunicaci�n)

Luchamos desde la Coalicion para una Radiodifusion Democratica

 

SITIO EN INTERNET

http://www.nacionalypopular.com/

____________________

EN LA PERONOSFERA

http://peronosfera.ning.com/profile/RedNacionalyPopular

Red Nacional y Popular

_____________

EN FACEBOOK

http://www.facebook.com/nakypop?ref=profile#/nakypop?ref=profile

Red Nakypop

 

Spam es libertad de expresi�n AntiSpam es control y censura despiadados.

Argentina 14 siglos de historia 7 Proyectos de Pa�s �Vamos por el 8�! (El Umbral )

-Los revolucionarios de todo el mundo somos hermanos (Jose de San Martin).

La inseguridad se encuentra asociada a la desigualdad social

Las tarifas telef�nicas deben reducirse en un 50% porque usan plataforma de Internet

Sin Estado no hay Naci�n (Carta Abierta)

Muchos prefieren el inter�s privado al bien com�n.

En Argentina se est� gestando una Revoluci�n conceptual (Pancho Pestanha)

La Uni�n Suramericana es lo Urgente.

 

2010 A�o del Bicentenario.

Entre a la pagina web de Telesur www.telesurtv.net/ (la CNN de los buenos)

La SIP es la CIA.

�Porque TeleSur esta prohibida en Multicanal, Cablevision, Supercanal y Telecentro?

Mire ViveTv en directo desde la revolucion venezolana http://www.vive.gob.ve/

Esta recibiendo este mensaje de la NAC&POP (Red Nacional y Popular de Noticias) porque es uno de nuestros amigos, o porque es una personalidad que nos ha sido recomendada por alguno de nuestros amigos comunes o porque su direcci�n de correo electr�nico pertenece a un medio de comunicaci�n social y por eso est� incluida en la lista de los que llamamos AMIGOS DE LOS AMIGOS.

Amigos de los Amigos es ya una comunidad real de comunicaci�n virtual donde se comparten solidariamente las noticias, las reflexiones, los conocimientos y la experiencia producida por las luchas de los distintos sectores del pueblo criollo en la defensa de su justas causas.

Si le llegan mensajes REPETIDOS, por favor avisenos a naquipop@yahoo.com.ar

Si quiere dar de BAJA su direcci�n y no recibirnos mas, o si quiere tramitar un ALTA o realizar una CONTRIBUCION a la distribuci�n de noticias, datos, mensajes, art�culos o reuniones, congresos actos y espect�culos, env�e un mensaje a: naquipop@yahoo.com.ar  con la palabra baja o alta en el asunto.

En la NAC&POP se discuten ideas, visiones, filosof�a, experiencias, practicas e informaci�n sobre los diversos temas relacionados con la Cultura y la Comunicaci�n; la Pol�tica y el Desarrollo Social, Econ�mico e Institucional de la Argentina como parte indivisible de la gran familia de la Patria Grande de Iberoam�rica en lucha por su destino y en unidad con todos los pueblos del mundo, con el genero humano, como hermanos.

La NAC & POP est� impulsada por La Mesa de los Sue�os de los Compa�eros de Utop�as de la Agrupaci�n Oesterheld en su permanente homenaje a los grandes patriotas y como un humilde aporte de amor activo al Pueblo criollo, de pie, en la conformaci�n y consolidaci�n del Movimiento Nacional y Popular que lo lleve a la victoria.

Las corporaciones aplastan el derecho a la informaci�n y la libre circulaci�n de las ideas poniendose por encima de las leyes del Congreso y los legisladores nombrados por el pueblo que no coincidan con sus intereses. -Esto es lo que se llama aqu� -libertad de prensa-. Libertad de los intereses antinacionales y antipopulares, para impedir que tenga medios de expresi�n. lo nacional y popular. (Arturo Jauretche)

LEY 26.032 Mensaje enviado bajo la protecci�n de la LEY 26.032 que establece que la b�squeda, recepci�n y difusi�n de informaci�n e ideas por medio del servicio de Internet se considera comprendida dentro de la garant�a constitucional que ampara la libertad de expresi�n.

Sancionada en Mayo 18 de 2005 y promulgada de hecho, el  16 de Junio de 2005 de esta manera: -El Senado y C�mara de Diputados de la Naci�n Argentina reunidos en Congreso, etc. Sancionan con fuerza de Ley: ARTICULO 1� : La b�squeda, recepci�n y difusi�n de informaci�n e ideas de toda �ndole, a trav�s del servicio de Internet, se considera comprendido dentro de la garant�a constitucional que ampara la libertad de expresi�n. ARTICULO 2�: La presente ley comenzar� a regir a partir del d�a siguiente al de su publicaci�n en el Bolet�n Oficial. ARTICULO 3�: Comun�quese al Poder Ejecutivo. Registrada bajo el N� 26.032.  Dada en la sala de sesiones del Congreso argentino, en Buenos Aires, a los dieciocho dias del mes de mayo del a�o dos mil cinco. Eduardo O. Cama�o. Marcelo A. Guinle.  Eduardo D. Rollano. Juan Estrada..

La NAC&POP no se hace responsable por el contenido de los art�culos de opini�n que se difundan por esta red ya que deben ser considerados realizados por los compa�eros a titulo personal.

El logo de Agenda Naky y de la Red NAC&POP han sido creados por el artista y dise�ador Emilio Del G�ercio.

Director Editorial: Mart�n Garc�a / Coordinadora General: Rosana Salas

 

_________________________________________________

A�O NUEVITO PAGINA DE INICIO NUEVA

 

TE INVITAMOS A HACER DE LA NAC&POP TU PAGINA DE INICIO.

Asi cuando abris tu computadora te aparece la NAC&POP,

cada ma�ana, al instante.
Para ponerla como pagina de inicio, abris el EXPLORER, (u otro Navegador)

vas arriba a HERRAMIENTAS, OPCIONES DE INTERNET, Y

ABRIS LA PAGINA DE INICIO.

Escribis www.nacionalypopular.com y vas abajo

y pulsas APLICAR, y ACEPTAR y �Listo!